sábado, 29 de diciembre de 2012

EL MEJOR PECADO DE MI VIDA


            

                                                            Por ELOY ROY


No hace mucho tiempo me plantearon esta pregunta: “Durante tu aventura misionera, ¿te sucedió alguna vez haber atajado un golpe que te hubiera hecho mal y que sin embargo con el correr del tiempo se lo hubieras agradecido al Señor?”

Confieso que, en efecto, en un momento dado de mi vida algo así como la mitad del cielo se me cayó sobre la cabeza. Pero ni por un instante me pasó por la cabeza hacerle reproches a Dios, aunque tampoco se lo agradecí, porque nunca he creído que el masoquismo fuera una virtud.

Pienso en Jesús. Perdonó a quienes lo crucificaron pero de ninguna manera les manifestó su agradecimiento. No les dijo: “¡Ah! mis queridos acusadores, jueces y torturadores, ustedes me están ofreciendo la oportunidad de demostrar cuanto quiere Dios al mundo. ¡Cuánto se lo agradezco!”.

Por el contrario, ya en el camino hacia la cruz, le daba gracias al Padre, no por los escupitajos, los latigazos, los clavos o los verdugos que lo esperaban, sino por la seguridad de que tarde o temprano el Padre lo rehabilitaría con fuerza ante los ojos del mundo. Él la llamaba su “glorificación”.

Para los mortales como yo, que ha visto lo mejor de sí mismo desmoronarse como un castillo de naipes como consecuencia de una grave injusticia causada por el poder religioso, las rehabilitaciones a través de la resurrección no circulan por mi camino. He aquí lo que me pasó.

Sucedió el Viernes Santo de 1988, en mi misión de Tilcara, en Argentina, en presencia de cerca de diez mil personas. Ante las imágenes de Jesús de Nazaret clavado en la cruz y de su Madre desgarrada a sus pies, cometí el imperdonable pecado de solidarizarme con las heroicas Abuelas y Madres de Plaza de Mayo en su lucha para conseguir que la luz se haga sobre la suerte de los 30.000 desaparecidos de la Dictadura: puse sobre la cabeza de la imagen de la Virgen Dolorosa el famoso pañuelo blanco, humilde y glorioso distintivo de ellas.  



                                                       

Aquello causó el efecto de una explosión nuclear. Muchos lo vieron como un gesto altamente liberador y sagrado pero otros tantos lo repudiaron como pura subversión y vil sacrilegio.

Lo más perverso del asunto era que aquella abominación  hubiera sido  perpetrada por un sacerdote católico dentro de la sacrosanta celebración del Viernes Santo.

Pero a mí me parecía, al contrario,  que no se podía elegir mejor oportunidad.  Porque el  asesinato de Jesús de Nazaret tramado por el alto clero y ejecutado por los militares romanos, así como la espada clavada en el corazón de la madre de Jesús como resultado de aquello,  tenían mucho que ver con los prolongados años de terror provocados por la derecha religiosa y militar de la Argentina y con el contrastante heroísmo de las humildes Madres de Plaza de Mayo cuya única arma era un pañuelo blanco.

Por mi gesto de solidaridad con esas mujeres, la gentecita oprimida hubiera bailado de gozo en las calles de Tilcara si los telescopios del pináculo del Templo no se hubieran puesto inmediatamente en acción para detectar de repente que el buen misionero que yo había sido hasta ese momento se había convertido de pronto en un peligroso enemigo de la patria y de la religión…

La sentencia de mi destitución cayó como un trueno estridente en el cielo azul. Fui desautorizado, aislado y finalmente dejado fuera de la misión como un leproso.

Al obispo que tan bellamente me condenó sin forma de juicio, yo le pedí solamente que me escribiera sobre un papelito en qué mi actividad y mi manera de actuar se habían apartado del espíritu del evangelio y de las orientaciones pastorales de la asamblea de los Obispos de América latina en Medellín y Puebla. Como toda respuesta solo obtuve una mueca desdeñosa y un par de miradas cargadas de flechazos amenazantes.

Se produjeron luego conciliábulos secretos entre las autoridades religiosas, siguieron algunas piadosas exhortaciones y finalmente se dio el tradicional lavado de manos. Un poco más tarde, algunos compañeros de mi Sociedad misionera, sin ningún entusiasmo,  exploraron la posibilidad de rescatar algo del asunto, pero fue naturalmente inútil. Finalmente todo quedó sepultado por el silencio y el olvido…



Los “puros”, ésos que nunca dejan huellas, habían ganado. El gran obispo que había sido el cerebro de esa triste historia fue ascendido a arzobispo y yo fui descendido a la nada. Tres años me quedé en el pueblo sin poder pisar la iglesia ni hacer nada; sólo quería que las pequeñas comunidades que se habían formado en torno a la Palabra no se sintieran del todo abandonadas.

Tuve amplio tiempo para meditar sobre la sabiduría que desde el seno materno me había sido enseñada y que yo, como buen pecador, había desechado.

Me habían transmitido como pura palabra de Dios el que en el terreno de la justicia y de los pobres era necesario hacer uso de gran prudencia, ponerle muchos matices al discurso y  nunca tomar partido. Tenía yo que proceder en todo con sumo tino sin olvidar que Jesús vino “para todos”, que su Reino “no es de este mundo”, que en el “diálogo” se encuentra la salvación y que “solo el obispo” es juez de lo que se debe hacer o no en su diócesis,  “et in saecula saeculorum. Amén”…

¡Qué sonso había sido yo!  Pues no había descubierto aún cómo Jesús era un modelo de moderación y de diálogo en sus relaciones con los ricos, los fariseos, los zelotas, los sumos sacerdotes y con los matones de Herodes y Pilatos… Y no había entendido  que con los pobres no había que ponerse nervioso ya que él mismo nos había dicho que  “siempre” los tendríamos en medio de nosotros… En cuanto a los Derechos humanos, yo tenía que ser ingenuo de remate por no saber todo lo que “se ocultaba detrás eso”… Era cierto, yo no sabía nada:…. ¿el diablo quizá? … ¡De verdad qué ciego era yo!

Tras una maniobra maquiavélica, el obispo, para remplazarme al frente de la comunidad de Tilcara, logró poner a un viejo religioso que se jactaba de haber sido en su juventud oficial de la Wehrmacht del Tercer Reich. Le dio el mandato de extirpar todo el mal que yo había hecho en la parroquia. Fueron cuatro años de profunda purificación...

El mal que yo había hecho era tal vez el que hubiera contribuido un tanto a abrir los ojos y los oídos de algunos, a haberles devuelto la palabra y a hacer que se pusieran de pie después de siglos de  despreciarse y de agachar la cabeza…  

Todo lo que, por gracia del cielo  y con esfuerzos a veces heroicos,  habíamos  puesto en marcha con religiosas excepcionalmente valientes, con jóvenes impresionantes de lucidez y entusiasmo, y con pequeñas comunidades de gente sencilla y abierta que felizmente comenzaba a reconocerse en la Palabra de Dios, todo aquello fue demolido ladrillo por ladrillo por las viejas armas del terror religioso y policial.

Seré  claro: no fui tratado como una basura por paganos, ateos y talibanes, sino por discípulos de Jesús como yo. Destruyeron en mí esto que más me gustaba en el mundo: anunciar con pasión, alegría y claridad el Evangelio del Reino de Dios. Me cortaron las alas y, desde entonces, en el fondo de mi ser, algo sagrado está roto.


Volvamos, pues, a la pregunta del principio: si sigo siendo un hombre de fe, ¿cómo no he entendido aún que esa “purificación” fue para bien mío? ¿No debería agradecer al Señor por ello? … Mi respuesta es: NO. La injusticia y la maldad, aún pasadas por  agua bendita y perfumadas con incienso, no vienen de Dios.

¿Resentimiento? Tal vez, pero no lo alimento. ¿Decepción? Infinita. ¿He perdonado? Fíjense que sí, hasta millones de veces, pero después de veintitrés años todo sigue igual. No he sido rehabilitado, porque en la Iglesia-que-no-se-equivoca esto nunca se hace. Pero a mí eso ya no me importa. Lo que siento con todo el alma es que a la gente de Tilcara que se solidarizó conmigo y que pagó caro por ello nadie se acordó de ella.

¿Un poco de gratitud a pesar de todo? Sí, por supuesto. A Dios le doy las gracias por haberme dado el valor de hacer lo que hice, aunque fue nada comparado con lo que muchos otros hacen y sufren. Le doy gracias también por haber permanecido hasta la fecha consecuente conmigo mismo, aunque, en la práctica, esto significa que ya no soy más que un esquiador sin esquís.

Le doy gracias sobre todo por las pequeñas comunidades de Tilcara que fueron desmanteladas y por sus sobrevivientes que de alguna forma siguen de pie en medio de las ruinas de esta misión asesinada.

Por fin, doy gracias a la vida que, a través de este “tsunami”, me ha abierto los ojos y hecho comprender que los caminos del Señor no pasan más por esos “templos-fortaleza” a los que “el eje del bien” se empeña en defender o en restaurar.

En mis largos paseos de solitario en la orilla del río de las Praderas, junto a la ciudad de Montreal, medito mucho sobre los nuevos caminos del Señor. A menudo me viene a la mente la imagen de un Ezequiel anonadado ante la extraña visión de la Gloria de Dios emigrando del  Templo de Jerusalén para ir a vivir con los desterrados de la impura Babilonia.  Creo que esto se está repitiendo. Hoy en día, Dios debe estar andando en medio de los desplazados de este mundo loco. Se equivoca el que sigue buscándolo en las oficinas de los “dueños de la verdad” o en sus templos que, por lo demás,  en muchas partes se están quedando vacíos.


Cuantas veces he visto por la tele víctimas de los seísmos de Haití o del Japón, con mirada extraviada, tratando de recuperar algunos trozos de sus casas destruidas. A nadie se le va a ocurrir dar gracias a Dios por lo que han sufrido,  pero sí por esos pequeños restos que tal vez puedan servir para algo.

En lo mismo estoy, consolándome con los restos que supieron RESISTIR al naufragio, y contento de compartirlos con aquellos que, menos viejos y menos sonsos que yo, sueñan sinceramente con un mundo realmente nuevo.

                                                        Eloy Roy